Según la ética cristiana el trabajo, cualquiera que sea, independientemente de su mayor o menor valor objetivo, es expresión esencial de la persona que lo realiza.

Por dimensión objetiva del trabajo se entiende el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el ser humano se sirve para producir o, en palabras del libro del Génesis, para “dominar la tierra”. En este sentido objetivo, la actividad humana varía sin cesar en sus modalidades, de acuerdo a los cambios y políticas de cualquier grupo humano.

Existe también en el trabajo una dimensión subjetiva, que nos presenta el actuar del ser humano en cuanto ser dinámico, capaz de realizar acciones diversas que pertenecen al proceso del trabajo y corresponden a su vocación personal. Constituye una dimensión estable, al no depender de lo que la persona realiza concretamente, ni del tipo de actividad ejercitada, sino única y exclusivamente de su dignidad como persona.

Esta distinción fue planteada por el Papa San Juan Pablo II en su carta pastoral sobre el trabajo, dirigida a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad, sobre la dignidad del trabajo, bajo el nombre de Laborem exercens. Responde a la enseñanza ética cristiana que arranca desde la Sagrada Escritura, fue aclarada por los primeros Padres Fundadores de la doctrina cristiana, y contrastada con la realidad vivida por la humanidad a lo largo de su Historia. Esta doctrina muestra al ser humano su vocación integral y definitiva, ante cualquier intento distorsionador o totalitario. De allí que se pueda afirmar que el trabajo humano no solamente procede de la persona, sino que está esencialmente ordenado a

ella. Por eso el trabajo es superior a cualquier otro factor de producción y, además, se vincula de modo intrínseco con el de los otros seres humanos. El trabajo tiene una dimensión social, propiciando el intercambio, las relaciones y el encuentro con las otras personas.

Por eso no es de extrañar que el mismo Juan Pablo II afirmara en ese documento: “Haciéndose – mediante su trabajo – cada vez más dueño de la tierra y confirmando su dominio sobre el mundo visible, el ser humano, en cada fase de ese proceso, se coloca en la línea del plan original del Creador, lo cual está necesaria e indisolublemente unido al hecho de que el ser humano ha sido creado “a imagen de Dios”.

Profesor Nelson J. Da Fonte
Catedrático en la Universidad Católica
Santa María La Antigua